Corrupción estructural.

Opinión

Corrupción estructural.

En España, la corrupción no es una anomalía. Es una constante. Es algo que acompaña la vida política desde siempre. Cada cierto tiempo, un nuevo escándalo salta a los titulares: comisiones ilegales, adjudicaciones amañadas, evasión fiscal, tráfico de influencias. Y, como siempre, las reacciones son previsibles: indignación momentánea, declaraciones vacías, y luego… nada. El ciclo se repite. Y lo más preocupante es que ya ni sorprende.

Lo que ocurre en España no es simplemente una sucesión de casos aislados. Es una forma de funcionamiento. Una corrupción estructural que se ha incrustado en las instituciones, en los partidos, en la administración pública y, en cierta medida, también en la cultura política del país. No hablamos solo de sobres con dinero o de tramas urbanísticas. Hablamos de una red de relaciones clientelares, de favores cruzados, de puertas giratorias, de silencios cómplices. Hablamos de un sistema que se protege a sí mismo.

Comparado con los países del norte de Europa, el contraste es brutal. Dinamarca, Finlandia o Suecia no son utopías, pero han conseguido construir instituciones sólidas, transparentes y con una cultura de dimisión inmediata ante el más mínimo indicio de irregularidad. Allí, la presión fiscal es altísima, pero también lo es la calidad de los servicios públicos. La ciudadanía paga impuestos, sí, pero sabe que ese dinero vuelve en forma de educación, sanidad, infraestructuras. Y, sobre todo, confía en que no se lo están robando por el camino.

Cuando los ciudadanos perciben que el sistema es injusto, la evasión fiscal deja de ser un delito y se convierte en una forma de defensa. 

En España, en cambio, la presión fiscal es considerable, pero la recaudación efectiva se ve mermada por una economía sumergida que sigue siendo enorme. Y no es casualidad. Cuando los ciudadanos perciben que el sistema es injusto, que los poderosos no pagan, que los políticos se blindan, la evasión fiscal deja de ser un delito y se convierte en una forma de defensa. “Si ellos lo hacen, ¿por qué yo no?”. Así se alimenta el círculo vicioso: corrupción, desconfianza, evasión, debilitamiento institucional… y vuelta a empezar.

Algunos datos relevantes:

55%

de las obligaciones de información (ICIO) son cumplidas por los partidos políticos en España.
Haz Revista

33%

de los españoles confía en su gobierno nacional. 
En contraste, el 51% de los europeos confía en las instituciones de la UE.
Eurobarómetro

56/100

Puntuación de España en el Índice de Percepción de la Corrupción 2024 (superada por países como Letonia o Eslovenia y comparte puntuación con Chipre y República Checa).
Transparncy International

La educación podría ser una vía de salida. Pero aquí aparece otra trampa: los países más corruptos tienden a descuidar —cuando no a sabotear— su sistema educativo. Una ciudadanía bien formada, crítica, informada, es peligrosa para quienes viven del abuso de poder. Por eso se recorta en educación pública, se vacía de contenido la formación cívica, se fomenta la desigualdad desde la escuela. Y mientras tanto, las redes sociales, que en algún momento se pensaron como herramientas de democratización, se han convertido en fábricas de desinformación, polarización y ruido. Lejos de empoderar, confunden. Lejos de unir, enfrentan.

La corrupción estructural se combate con cultura democrática, con instituciones fuertes y con una ciudadanía que no se resigne.

¿Se puede salir de este laberinto? En teoría, sí. Hay reformas posibles: independencia judicial real, transparencia radical en la contratación pública, protección efectiva a los denunciantes, educación cívica desde la infancia, participación ciudadana en la fiscalización del poder. Pero seamos honestos: nada de eso ocurrirá si no hay una voluntad política clara. Y esa voluntad no existe. Porque quienes deberían impulsarla son, en muchos casos, los mismos que se benefician del sistema actual.

La corrupción estructural no se combate con declaraciones ni con leyes que nadie aplica. Se combate con cultura democrática, con instituciones fuertes, con una ciudadanía que no se resigne. Pero cuando esa ciudadanía está cansada, desinformada o simplemente ha aprendido a sobrevivir dentro del sistema, el cambio se vuelve una quimera.

Quizá por eso, más que indignación, lo que muchos sienten hoy es una mezcla de resignación y cinismo. Como si la corrupción fuera parte del paisaje. Como si no hubiera alternativa. Y tal vez, en el fondo, eso es lo más peligroso de todo: que hayamos dejado de creer que las cosas pueden ser diferentes.